miércoles, 6 de septiembre de 2023

Reseña de "El gran robo del tren" de Michael Crichton

 



La novela parte de una buena premisa. En palabras de los criminólogos Barnes y Teeters (1849): «El delito no es consecuencia de la pobreza. El delito se comete por codicia, no por necesidad». Esta máxima resume la introducción a la obra que comienza ilustrando el progreso que distinguió la época victoriana. Entre los adelantos tecnológicos, con el ferrocarril a la cabeza, se establecieron mejoras en las condiciones sociales que favorecían, o comenzaban a favorecer, a aquellos pobres abocados a la delincuencia. Se reconoce que ese era el estereotipo que se trataba de erradicar y, con ello, bajar los índices de criminalidad. Hasta que el Gran Robo del Tren rompió los esquemas.

La trama arranca con Edward Pierce, un respetado ladrón de alcurnia que planea robar lingotes de oro valorados en 12.000 libras destinado a sufragar las tropas británicas destacadas en la Guerra de Crimea. Nos encontramos ante una novela negra, aunque, lejos de las conocidas por Agatha Christie o Arthur Conan Doyle, en lugar de un detective que investiga un caso se enfoca desde el punto de vista del criminal que planea su gran golpe. Su autor fue estadounidense —por cierto, más conocido por haber escrito tanto el libro como el guion cinematográfico de Jurassic Park— por lo que narra desde la perspectiva del criminal; la característica de la novela negra americana. Por lo demás, es similar el ingenio con el que nos deleitamos en este género. Por destacar algunos ejemplos, en la misión de realizar una copia de las llaves de la caja fuerte que contiene el botín, se codea con Perfecto Willy, un delincuente de poca monta, aunque un fiera; dicho en plata, es la versión victoriana de Spiderman. El protagonista y sus secuaces no hacen ascos a las diferencias de clases o del género femenino —ya hablaré al final al respecto—, que bien se reflejan; todo con tal de conseguir su propósito. Perfecto Willy será todo un acróbata, pero carece de intelecto, por lo que lo engatusan para que cronometre al guardia de la estación del Puente de Londres, encargado de custodiar las llaves en la oficina del jefe de estación. Disponen de entre sesenta y ocho y setenta segundos, que es lo que tarda el guardia en ir al aseo. En ese intervalo de tiempo, Agar, el cerrajero que trabaja en la misma oficina, debe sacarles a las llaves unos moldes en cera. Y no quiero extenderme con el espectáculo que se organiza para llevar a cabo la misión: provocar un escándalo para actuar en medio del caos, romper la típica ventana para huir o que Pierce se haga pasar por un borracho para distraer a los policías que rondan la estación.

Voy a la representación de las mujeres en la novela. Me ha gustado la recreación de esta época victoriana y es que, aunque nos choque en la actualidad y afirmemos que sobrepasa lo machista, por entonces era una cruda realidad y debe servir para reflexionar; para echar la vista atrás y ver cuánto se ha progresado. Nos encontramos con las mujeres de alta cuna que no tienen mayor motivación que lucir joyas, vestidos, empolvarse la cara y que los hombres la traten como a una delicada flor. En las antípodas nos encontramos a las surgidas de los bajos fondos: astutas, rateras y muchas de ellas ejerciendo la profesión más antigua de la historia. Pierce se vale de ciertas amigas venidas de estos suburbios como East End, aunque más bien, las hace partícipes; cómplices. Ejem... Miriam. Curiosamente, le es fácil actuar, puesto que los hombres aseguran que ellas no tienen la capacidad ni mental ni física para participar o incluso perpetrar un crimen. Espero que no revisen este libro desde los ojos de las nuevas sensibilidades y comprender que hay que verlo con perspectiva: es parte de la ficción, no por ello estamos cayendo en la aberración de enaltecer el machismo; amén de la propia recreación histórica. De lo contario sería como incluir un astronauta en la prehistoria.

Termino esta larga reseña halagando esta edición en tapa dura de 1976, de la editorial Emecé y distribuido por nuestro añorado Círculo de Lectores. Para la época en la que fue escrito, cuando te esperas un lenguaje rebuscado —precisamente, más propio de la época victoriana—, me ha sorprendido su claridad; unido a una buena historia que te mantiene con la intriga de principio a fin, se lee en nada y te deja con ganas de más. También me ha sorprendido no encontrarme ni una errata. Pero lo que más, más me desconcertó en su día, fue comprarlo en un rastro por un euro. De hecho, tengo dos.