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Ya tengo todas las ilustraciones --a falta del carboncillo para el encabezado de los capítulos-- y os presento la acuarela destinada a la portada. Con toda seguridad necesitará una adaptación. La imagen de la contraportada, ya la publiqué en una entrada de mi otro blog.
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Capítulo "La venta El Queso".
Empiezo por esta escena, la cual es mi favorita por su dinamismo: pasamos del humor a la trifulca. Aquí faltaría don Quijote y Sancho Panza entrando a esta venta en un lugar de inspiración manchega. Espero que os guste el primer fragmento y, lo más importante, contadme qué os parece:
Por las manchas de tierra en sus túnicas y los rostros
quemados por el sol, los identificaron como campesinos o pastores. La atención
se desvió hacia la chica rubia de trenza baja. Un corpiño negro asomaba tras el
delantal. Sostenía la bandeja de madera repleta de cuencos, vasos, copas y una
damajuana envuelta en mimbre. Se paró ante el joven que le sonreía pícaro, con
la mirada puesta en sus delicadezas. Ella se la devolvía con simpatía, a la vez
que le presentaba una hogaza y el plato.
—Jamón y queso, comida de princeso. —Le sirvió
al señorito al son del refrán.
—Gracias, hermosura —tonteó él, ahora mirándola a sus
ojos melosos mientras se acariciaba barbilla—. Ya sabes en qué alcoba encontrar
a tu princeso. Si te apetece, allí te espero. No desilusiones al bueno
de Henning —sonrió y le guiñó un ojo. Ella se ruborizó y pasó a servir a los guardianes
y al rey.
—¿Cómo lo consigues? —le preguntó Éamon I con timidez.
—Queremos que nuestros huéspedes se lleven una buena
impresión y no se queden con la de mi padre. Disculpad su actitud, él es así.
—No le tomaremos en cuenta los tratos de favor —apresuró
Widdy al comparar el plato del joven con los suyos.
—No —esclareció el monarca—, me refiero a trajinar con
las comandas de varias mesas. Es de admirar vuestra fuerza —halagó con los ojos
fijos en la cargada bandeja que sostenía con una mano.
—¡Éamon! —exclamó con una risita su hermana.
Como respuesta, ella enseñó los músculos que se
marcaban bajo la manga, mientras soltaba en las mesas los cuencos de gachas, una
hogaza y los vasos de barro. La pesada damajuana fue lo último y con esta
sirvió los siete vasos de tinto y el agua para Aelfraed. Pasó a los tres desarrapados
de la mesa de al lado y, al despacharles más de lo mismo, vació su bandeja. Al
muchacho lo dejaron mirando.
—¡Gracias, moza! Las gachas no son lo único que tienen
buena pinta aquí —elogió el de melena y barba encrespada.
Apenas se marchó la mesera, rio con su amigo antes de
devorar los cuencos. Con el mismo pan se limpiaban el potingue que le
chorreaba. El hambriento le pidió un poco antes de terminárselos, pero le
reprochó que debía ganarse el sustento con el fruto de su trabajo. El monarca,
enrojecido, apenas comía; pues no le quitaba ojo a la mesera.
—¿La veis como yo? ¿Podéis ver a la futura reina de
Arcadia? —fantaseó para asombro de los demás. Solo su hermana tuvo la suficiente
confianza como para razonar y que pusiera los pies en la tierra. Ansiaba tener
una cuñada, pero con la mesera, no lo veía factible.
—¡Vaya, vaya! —irrumpió con voz carrasposa y aguda el
amigo del barbudo a la vez que se fijaba en el rubí con forma de lágrima
engarzado en la tiara de Lisbeth— Tenemos aquí a una de las nuestras. Y encima
guerrera —apuntó al fijarse en los senos que se marcaban bajo la armadura. Ella
lo ignoró.
—¿Y vosotros estáis desposados? —chismoseó el otro a
los Bertram— Lo pregunto porque os he visto acariciaros y no cubres tus
cabellos. ¿Y se lo permites? —le preguntó a Ansgar. Él contuvo la rabia— Yo que
tú me andaría con ojo si no quieres que te levanten a la parienta. Aquí hay
mucho verraco suelto.
—¡Valiente cascovana! ¡A dónde vamos a llegar!
—se horrorizó el de la voz carrasposa; al igual que el chico, pero de la
vergüenza que estaba pasando.
—Soy una persona, no algo que se pueda robar —amonestó
ella a la par que suplicaba a su esposo que se contuviera al darle bajo la mesa
toquecitos en la rodilla
—Voy a dejar de comer —dijo con sarcasmo el capitán al
tiempo que los miraba con cara de asco—. Se me está atragantando… y no solo la
comida.
—Os pedimos de buenas maneras que
nos dejéis tranquilos —medió Widdy—. Tengamos la cena en paz. No quisiéramos
vernos en la obligación de actuar.
—Habrá que andarse con cuidado, Bárvados —aconsejó el
korwiniano, aunque sin borrar la sonrisa burlona—. Éste nos cruza la cara y nos
manda al cremanterio —pasó a otro tema—.
»Por cierto, ¿te he contado lo que me pasó este verano
en la era? —A pesar de que su amigo asintió y resopló, él le enseñó los brazos
morenos y relató por enésima vez la anécdota. Maddox no era el único del grupo
que, con disimulo, prestaba atención y, en especial, a su peculiar forma de
hablar—. Estaba arrastrillando la tierra y me vino un ojambre de obejas.
Yo corrí y los bichos venían detrás mía. Pero me daba más miedo el señor. Tenía
que arrastrillar como poco una fanegada y no llevaba ni media.
—¿Ni media? Ni media fostia tienes, Neora. Además,
ya te dije que eran abejas y no ovejas. Y no estabas «arrastrillando», sino
trillando. —El amigo hizo caso omiso y prosiguió con sus gestas. El clannadur mantenía
la vista y el gusto en las gachas, pero el oído en tan interesante
charla.
—Los burricos esos con cuernos me se
asustaron y me se fueron colina abajo… a parar al riachelo.
—Los «borricos con cuernos» son bueyes y es normal que
se espantaran del enjambre de abejas y salieran como alma que lleva el diablo a
lo que tenían enfrente: el riachuelo.
—Pues eso —Neora seguía a lo suyo—. Los güeyes
ya en el agua y yo diciendo: «¡Ay! Qué me se ajogan los pobeticos
míos». Los agarré de la soga y los pude sacar. Si los vieras… Chorreaban agua
por todas partes: desde la orejas hasta los bujeros del hocico. Animalitos,
parecían dos fuentes. Ya me veía yo enrrestao por el señor. Digo este me
asube y me entrega a la justicia para que me represen en las mazamorras
de Lagus Papitis.
—¿En qué lengua están hablando? —preguntó el clannadur
en voz baja a su padrino—. Y allí es a donde vamos, ¿no?, a Lagus Papitis
—contuvo la risa.
Widdy sostuvo la mirada inocente del chico mientras devoraba
una cuña de queso y daba un sorbo antes de responder con susurros al oído—: En
la lengua de aquellos que nunca pudieron pisar una escuela y una biblioteca. Sería
mezquino por nuestra parte juzgarlos. Ellos no tienen la culpa de que les
negaran la cultura y la educación. Desde pequeños les enseñaron a obedecer,
trabajar para sus señores y mandatarios.
—No es ninguna lengua. —El oído fino de Elvia, quien
estaba a su izquierda, atinó a escuchar. Añadió—: Nadie les enseñó a hablar bien
ni les puso un libro entre sus manos.
—Qué rumoreáis de nosotros —inquirió Bárvados—. ¿No
estáis llamando lerdos?
Maddox quiso pronunciarse y disculparse, pero el otro
lo interrumpió—. Vosotros sí que sois unos sunorantes.
El clannadur no pudo contener la carcajada y espurreó el
tinto. Los demás lo miraron con seriedad y solo su padrino se volvió a dirigir,
esta vez, para reprenderle.
—No te rías. Nunca olvides lo que te dije hace un
momento.
—¡Pero nos ha insultado!, o eso creo. ¡Nos ha llamado sunorantes!
Que no sé lo que para ellos significa.
—No desprecies los consejos de Widdy —secundó Ansgar—.
Se burlan porque su ignorancia les impide encontrar una respuesta. Ellos no conocen
lo que es el respeto y la compasión, pero nosotros sí.
—Me llamo Jair —se presentó el hambriento, con la
mirada gacha y la voz trémula—. A estos dos ya los conocéis. Os pido esculpas
en su nombre y os ruego que los pedorrenéis. Tenéis razón, llevamos tajabrando
desde críos. Siempre hemos sido demasiado pobes como para ir a una escuela.
Los guardianes y el rey le sonrieron, ahora en señal
de afecto. Ansgar quiso ir más allá. Alzó su mano que fue vista por la mesera. Apenas
sacó unas monedas de plata, ella se personó frente a ellos.
—Esto alcanzará para un cuenco de gachas y un plato de
queso, para el bueno de Jair, de parte de los ocho —convidó el capitán, para
asombro del korwiniano y quienes le negaron la comida. Ella apretó los labios e
iluminó su rostro en respuesta al gesto del caballero y sus compañeros.
Al paso por la mesa del joven noble, éste jaló de su
vestido. Ella no dejaba de sonreír, aunque, en ese momento, contrajo el rostro.
—Ya sabes lo que te he pedido; pero el hipocrás no es
lo único que quiero. —La deslumbró con otras de sus amplias sonrisas de dientes
blancos y perfectos. Ella, Valeska, como así la estaba llamando su padre,
aprovechó la excusa para correr hacia el mostrador.
Los guardianes y el rey no pudieron evitar apartar la
mirada. Pronto se percató y fueron objeto de atención del galán.
—Me batiría a duelo en un torneo por conquistarla —ensoñó
para desprecio de los ocho. Ignoró el enfado en éstos y se presentó—. Henning,
de Lacus Capitis y de noble estirpe. Trabajo para mi padre. Frecuento estos
antros en busca de vasallos, como los gañanes que tenéis al lado. Son nuestros preferidos,
porque se ve que les falta un hervor. Como nos gustan: dóciles. Son como
palomas: le echas un puñado de trigo y hasta se pelean entre ellos.
—Disculpad que ponga en duda eso a lo que llamáis nobleza
—reconvino Ansgar.
—Así que venís desde Arcadia. Tenemos a: tres humanos;
con una korwiniana, otros tantos clannadurs; y encima uno de ellos es el rey,
un elfo y un gigante. Vaya una compañía tan pintoresca.
»Nunca me explicaré cómo el gobernador os regaló esas
tierras. A un clannadur, encima. ¿Hacia dónde os dirigís y qué designios os
mueve?
«¡Si tú supieras que el rey y Alanna son los medio
hermanos de Sigfrid! Si supieras que oculta el pico de sus orejas bajo su
corona», vaciló Maddox para sí.
—Sabéis de sobra que fue lo justo por participar en la
primera guerra contra Ticiano —defendió Éamon I—. Los nobles deberíais de estar
agradecidos. Y sí, somos arcades y a mucha honra.
—Más bien, soplagaitas, como esos keltes —pronunció
con suavidad. El capitán fue el único que reaccionó. Se acercó y desenvainó su
espada. El joven carcajeó.
—¿Cómo has llamado a mi pueblo? Repítelo —amenazó y,
no solo con un tono pausado y siniestro, sino además apuntando a su mentón. Él extendió
el cuello.
—So-pla-gai-tas —desafió al deletrear.
—¡Ansgar! Déjalo —ordenó el senescal. Su esposa acudió
y consiguió que envainara el arma. El noble no solo burló a la muerte, sino
también, a lo que consideró como un acto de cobardía.
Con la respiración acelerada, rojo de ira y las venas marcadas,
se volvió a sentar. Lisbeth posó su mano, mientras sostenía la mirada encendida
hacia aquel individuo.
—Será mejor que subamos a las alcobas —masculló ella—,
antes de que empiecen a rodar cabezas.
Justo iban a levantarse cuando reapareció Valeska. Mientras
servía al noble, pidió al grupo que se abstuvieran de emplear las armas en su
venta; pues podrían despertar el pánico en los demás o desencadenar el efecto
contrario y desatar la trifulca. Ya cerca de ellos, con el cuenco y el plato de
queso añejo para Jair en la mano, el capitán se disculpó y añadió:
—Lo que tienes que aguantar.
—Una se acostumbra e intenta mantener el orden.
Bastante espantados se quedan con la actitud de mi padre, como para que nos
granjeemos peor fama. Hay que mantener el negocio. Aquí está toda nuestra vida.
Se dio la vuelta y al paso por la mesa del noble, éste
le propinó una cachetada en sus posaderas. Ella gimió y, más que nunca, se
esforzó por fingir una risita. Los guardianes y el rey ahora sí que se
levantaron; paralizados, sin saber cómo defender el honor de la chica.
—Pero ¡qué pillo eres! Y qué manos más largas —atinó a
decir ella entre dientes.
—¿Te ha gustado? —prosiguió en su actitud, ignorante al
rostro enrojecido de Valeska y su mandíbula prieta— Esta noche te daré más de
lo mismo.
—¡Henning! —vociferó el ventero desde el mostrador. Escupió
el palo. Ella, de nuevo, aprovechó para correr hacia allí— ¡Aparta tus pezuñas
de mi hija! Ya me tienes harto.
—¡Qué animal! —se horrorizó Neora. Su amigo no atendía
en ese momento y preguntó qué había ocurrido— ¡Qué le ha tocado el mojino a la
muchacha!
—¡Qué son esas formas! —amonestó Widdy—. ¡Un respeto!
—No hables muy alto, no sea que me tires de la lengua
—amenazó el joven al ventero, ya en pie, con intenciones de acercarse al
mostrador y encararse.
—No quiero volver a verte el pelo por aquí, ¿me oyes? —gritó
ese padre— Y ya sabes por dónde te puedes meter tus privilegios y a los de tu
calaña. Aquí ya no hay servidumbre para ti. Aquí ya no eres bien recibido; ni
tú ni los tuyos —se dirigió a su hija—. ¡Valeska! Sube a tu alcoba y lávate. Te
han manchado las manos de un cerdo.
—Desvarías, padre —estalló de rabia y gruñó—. No soy
yo la más sucia de los aquí presentes. Me tragaba el veneno por tus malditos
negocios. Unas monedas de más eran más importantes que tu propia familia. Era más
importante fingir cortesía y atraer a ricos nobles. Ni a madre ni a mí nos
enseñaste a empuñar esa espada que cuelga sobre vuestra cama; a defendernos de los
miserables. ¿¡Crees que no me habría gustado cortarle la cabeza a ese hideputa!?
—gritó a la vez que miraba al aludido. Después volvió a bajar el tono y
redirigirse a su progenitor, sorprendido ante la reacción—. Pero claro, solo
somos buenas y útiles en la cocina, siempre con esta maldita bandeja; tan desgraciadas
como los vasallos que aquí le conseguimos a esta gentuza: inocentes y mansos
ante su amo. —Con un apretón de mandíbulas se despojó de su delantal y lo
arrojó. Enfrentó las escaleras para perderse en el piso de arriba.
—Tu hija tiene razón —continuó el noble—. No somos tan
diferentes. ¿Le has contado a tu esposa cómo le chiflas a las doncellas? Y aquí
dentro, cuando tu familia no está, ¿lo bien que te lo pasas con ciertas amigas
y forasteras? —Alzó la mirada hacia el cráneo de un ciervo que colgaba de la pared,
sobre la puerta de las escaleras, y después a la señora. Le hizo gracia el
símil.
—¿Es eso cierto, Gomo? —preguntó espantada, con el cuchillo
de trocear la carne en ristre.
—Sí, vamos, Gomo. ¿Estoy mintiendo? Dices que mis
pezuñas están sucias, pero ¿y las sábanas de la cama que compartes con tu
esposa?
El ventero le arrebató el cuchillo a Agnetha. Temblaba,
cuchillo en mano, al igual que todo su cuerpo.
—Tú te lo pierdes —prosiguió el verriondo—. Estaba
cortejándola. Habría hecho de ella toda una señora; agasajada de oros y amor.
Me habría enfrentado a las acusaciones de mi gente. Me habría batido en duelo
por defenderla; caballo contra caballo; lanza contra lanza. Qué se le va a
hacer, si prefieres que siga siendo Valeska, tu sirvienta, con ese delantal
mugriento hasta que se muera.
—Límpiate esa lengua viperina antes de pronunciar su
nombre —gruñó Gomo.
En respuesta, el noble escupió al suelo y persistió en
su provocación con esa sonrisa. Había esputado el honor y el nombre de su hija
y, por ello, el ventero reculó el cuchillo y dio un paso al frente.
—¡Mira, que no respondo y te troceo como a un cerdo! ¡Vete!
No sea que tengamos que lamentar una desgracia.
—Déjalo. Ya te ahorro yo el trabajo. Me voy, por el
momento; si es que antes no te hundo esta pocilga. Volveré, pero acompañado.
Con paso ceremonioso y sin borrar esa mueca en sus
labios, salió por la puerta y giró hacia los establos. Los guardianes y el rey se
asomaron avizores. No quedarían tranquilos hasta que saliera del corral, con
sus animales intactos. A sus espaldas, el ventero corría tras su esposa. Ésta sorteaba
el mostrador para regresar a la cocina entre sollozos y el rostro empapado en
lágrimas.
—¡Agnetha, espera! —imploró tras ella— Déjame que te
lo explique.
El
tiempo se eternizó hasta que el noble reapareció a lomos de su caballo;
antorcha en mano cuya lumbre se difuminaba con la niebla, así como el sonido de
los cascos al galope; ya emprendido el camino. Era lo único que se oía entre el
silencio. Ahora, nadie murmuraba, nadie reía. El grupo fue el primero en
enfilar las escaleras. El lamento de Valeska resonaba como una grotesca
melodía. Los demás se agolpaban frente a la puerta. Querían retirarse a sus
alcobas y dar por terminada una noche para olvidar.
Esta escena ocurre esa noche en las alcobas. Es muy especial. Pretendo que la trilogía, aparte de contar una o varias historias, sean libros sapienciales. En este caso, Maddox y Alanna hablan sobre las diferencias entre chicos y chicas. En lo sapiencial, aquí vuelco en el papel lo muchísimo que he aprendido sobre la naturaleza femenina gracias a mis amigas. Creo que os puede interesar este tema que nunca pasa de moda:
—En lo literal, las puertas nunca se cierran; como mucho
quedan entreabiertas —corroboró él y, tras una pausa, cambió de tema—. ¿Te
puedo hacer una pregunta un tanto controvertida?
—Verás… —sonrió Alanna para quitar hierro al asunto
ante la cortedad de su amigo.
—¿Por qué vosotras siempre acabáis llorando?
—Qué clase de pregunta es esa… —dijo con sobriedad. Él
no sabía dónde meterse. Ella respondió—: El llanto es algo tan básico como
beber, comer y respirar. Llorar no nos hace más débiles, sino inteligentes;
porque sabemos que es necesario para evitar males mayores: hablo de tal
ansiedad que puede destruirte o conducirte a la locura. Fue lo que dijo tu tía
Lynette, en el mercado, cuando nos preparábamos para el regreso del tirano.
»Que seamos chicas no quiere decir que lo solucionemos
todo a base de llanto. Las hay que no, como Lisbeth, y los hay que sí, como
Ansgar.
—Sí es un llorón —revalidó con jocosidad mientras lo
veía acurrucado a su esposa, roncado los dos. Tras el vistazo, se redirigió a
su amiga y ella prosiguió:
—Y, sin embargo, no por ello Ansgar es indigno para
capitanearnos. Con nosotras, no te confundas. Ver a una mujer llorar no quiere
decir que sea débil. Vuelvo al ejemplo de Lisbeth. Es de admirar el esfuerzo
que ha hecho por contenerse. Por eso advirtió que nos retirásemos cuánto antes.
El que fueran a rodar cabezas, no lo decía por decir. Cuando nos cabrean
y, en especial, en esos días, lo mejor es correr; correr y no mirar
hacia atrás. Ya nos valemos con nuestro propio cuerpo, añádele encima nuestras
armas.
—Yo admito que quedo lejos de ser alguien como Ansgar.
Comparto muchas cualidades con tu hermano. Ni siquiera sé si el día de mañana alguna
mujer humana o clannadur quisiera estar junto a alguien como yo; que no tuviese
el talento como para forjarse un futuro digno; ni siquiera un hogar y un huerto
que dé algo de sustento.
—Ni queremos a un varón sin iniciativa y que nos diga
a todo que sí, ni a un cerdo como Henning. Queremos a alguien que nos dé vitalidad
y a la vez amor verdadero; que nos complemente. Sin embargo, nos podemos enamorar
de alguien que, cuando acordamos, nos denigra. Por una parte, nos sentimos fuertes
como para ayudarles a cambiar y, por otra, ya nos ha anulado toda autoestima;
hasta el punto de sentir miedo. Es algo difícil de explicar: amor, pena y esa
sensación de sentirnos presa de sus propias manos y nuestro propio corazón. No
debes catalogarte en ninguno de esos dos extremos. Es evidente que crecemos
física y espiritualmente. Los dos estamos en ese proceso. Nos queda mucho por madurar.
Pero, lo que se valora, es que no nos quedamos viendo cómo nos hundimos en el
fango. Admitimos nuestras flaquezas y no dejamos que nos amedrenten.
—¿Puedo decirte una cosa? —titubeó el chico en un
esfuerzo por mirarla a los ojos.
—No preguntes, ¡dilo! Y sé lo que vas a decir, no porque
te esté leyendo la mente, sino porque ya nos conocemos. —Con la respuesta, un
picor recorrió el cuerpo de Maddox. Le recordó a la sensación de pánico que
sintió en la Casa del Jardinero. Se sonrojó aún más y ahora sí que apartó la
mirada; hasta que ella prosiguió tras apretar los labios—: Has crecido desde aquella
época en la que íbamos a la escuela. ¡Hemos!, crecido —recalcó—. Tuvimos tal
conexión desde el momento en el que allí nos conocimos y fuiste tan
caballeroso, a pesar de que éramos niños, que llegué a tener la sensación de
estar con un amigo. Más bien, algo que va más allá de la amistad y se mantiene
hasta la fecha. Nos quedan los recuerdos de los viejos tiempos, pero, lo que
importa, es que aquí estamos; seamos lo que seamos. ¡Vaya!, entre esto y los
versos que he aportado al himno, debería plantearme el dedicarme a la poesía
—bromeó, más bien, para tranquilizarlo. Volvió al tono sereno—. ¿Sabes?, nos
pasa lo mismo. Considero que aún no he crecido lo suficiente como para sentirme
segura y disfrutar una vez diera ese paso.
—Si te soy sincero, no imagino un futuro sin ti. No
puedo evitarlo.
—Yo también espero que así sea —Alanna hizo una pausa.
Arqueó las cejas, antes de seguir con sensatez y ternura, al mismo tiempo—. Yo
no soy tu mundo, Maddox, solo formo parte de él.
El chico calló y fijó su mirada en el entarimado sobre
el que se estaban sentados, con las espaldas apoyadas contra la pared. Ella le
dedicó ternura y él correspondió. Lo último que esperaría fue aquel gesto: sentir
los finos dedos agarrando su brazo y la fuerza con la que fue apretado contra
su cuerpo; con suma delicadeza a la vez. Maddox sentía que flotaba en una nube.
Oraba para que ese momento no terminase; más cuando ella lo besó en la mejilla.
Las últimas palabras se fundieron en su mente, como el crisol que se vierte en
el molde, hasta solidificarse y quedar grabadas a fuego.
—Tampoco hay por qué cerrar la puerta; dejémosla
entreabierta —concluyó Alanna.