domingo, 21 de enero de 2024

Reseña de "Immaturi: Los inocentes" de Javier Pérez Campos

 


Vaticiné que me lo bebería, puesto que me encantaría, y así ha sido. Es difícil reseñarlo porque me he encontrado con un libro muy grande; y no me ha influenciado mi admiración hacia su autor, Javier Pérez Campos, a quien al igual que sus compañeros de la Nave del Misterio sigo desde Milenio 3. Y cuando pasión que sentimos hacia el mundo del misterio es lo que nos une, con más interés se lee; lo que no significa —de hecho, recomiendo— que también lo disfruten aquellos más ajenos a este mundo de lo etéreo. Algo difícil, en mi opinión, pues quién no ha sentido curiosidad por esa eterna pregunta: ¿hay vida después de la vida? 

Tras esta introducción, comenzaré con lo que me ha trasmitido a grandes rasgos. Immaturi: los Inocentes pertenece al género de ensayo y, en este caso, nos encontramos con las crónicas del periodista Javier Pérez Campos junto a sus compañeros y amigos como Luis Uriarte, Aldo Linares, Clara Tahoces y su gran amiga, quien aporta muchísimo a este libro, Israel J. Espino. Me recodó a un libro que no solo me gustó, sino que me marcó, como es Ébano del corresponsal de guerra en África, Ryszard Kapuscinski. Cuando vemos un reportaje, como en el caso del autor y su equipo en Cuarto Milenio, no imaginamos lo que ocurre fuera de cámara. Su trabajo de periodismo bien podría compararse con las aventuras de Indiana Jones; y no exagero tras lo que conocí gracias al libro. Recuerdo que hace poco Iker Jiménez dijo que era perfeccionista para traernos estos reportajes de calidad; que si un colaborador tenía que estar a las tres de la mañana en el puto kilométrico de tal carretera porque allí se apareció la chica de la curva o avistaron un ovni, tenía que ser así. En Immaturi, su autor nos deja entrever que el horario de un periodista no se limita de lunes a viernes de 8 a 2. Es por ello por lo que el que nos hable de la conciliación familiar, cobra un significado. Siempre que puede, dedica tiempo a su esposa, Celia, y a jugar con sus mellizos Mario y Chloe, pero después va a su despacho y se pone a investigar en el ordenador; cuando no recibe un correo de Israel porque ha dado con información o una llamada de Luis Uriarte para que se coja el coche y viaje al punto kilométrico 386 de la N-5… en plena madrugada. 

En dicho capítulo, se amplia la investigación que ya realizara Iker Jiménez para su libro La noche del miedo. Además, el tema se trató en los distintos espacios comandados por el capitán de la Nave del Misterio. Por supuesto, en este capítulo se hace referencia al libro hermano.

 

Ya que menciono a sus hijos, de hecho, el libro comienza con el nacimiento de sus hijos y con ello, ese primer contacto que tuvo con el mundo de los niños; por lo que, dado el sentimiento de paternidad, empatizó con aquellos niños, aquellos inocentes que se fueron antes de hora. Esa sensibilidad se refleja cuando ves el respeto con el que se trata a los difuntos que protagonizan los casos. También me llamó la atención ciertas casualidades. Al igual que haríamos todo ser racional, tratamos de dar una causa que la ciencia pueda explicar, aunque en el fondo sabemos que no es tanta casualidad ese 622. Nos es familiar cuando se ondean las cortinas atribuirlo a una corriente de aire, pero miramos a la ventana y la encontramos cerrada. Este aspecto también se entrevé en el libro: el autor no verifica ni desmienta nada; máxime cuando tratamos temas de misterio. Muestra y deja que el lector formule sus teorías. Enlazo esto con una frase que escuché del compañero Javier Sierra cuando presentó su libro, La ruta prohibida, en Milenio 3: «Yo no pretendo enseñar nada, tan solo comparto el fruto de mis investigaciones y, con ello, invito a los lectores a que sigan investigando». Es algo que se aprecia en su tocayo, compañero, y autor de la presente obra.

Desde el principio ya te atrapa. Como decía este ensayo recoge una serie de crónicas de su trabajo como periodista, pero, la diferencia está en que lo narra de forma novelada. El autor hace uso desde los propios diálogos y figuras literarias. Además, utiliza el «muestra, no cuentes»; la regla de oro de todo escritor de ficción. Con ello se consigue que te sumerjas en las historias, hasta el punto de sentir a tu lado la compañía de Javier, Aldo, Luis, Clara e Israel (perdón por los que me deje en el tintero). Se te eriza el vello cuando te imaginas a esa aparición o esa puerta que se abre sola, y eso contado por los testigos. Por eso este ensayo/antología de relatos te engancha desde la primera página; primeras páginas que comienza con un prólogo escrito por Aldo Linares.

Podría que decir que hasta aquí la reseña para los que quieran quedarse con estos rasgos generales. Los que somos lectores acérrimos, siempre que nos interese, cuanto más leamos mejor, ¿no es así? Ahora sí que entramos en detalle, aunque como aperitivo para abriros boca (más bien, para que se os haga la boca agua, como fue mi caso hasta que leí este libro). 

Sirva esta plana para mostrar este libro ilustrado. Como veis, reúne una colección de fotografías a todo color, además de en blanco y negro repartidas en sus respectivos capítulos; todo ello junto a documentos y, lo más innovador, códigos QR que enlazan a diverso material; lo que aporta a la experiencia mayor inmersividad, ergo nos hace partícipes, pues no nos limitamos a leer un libro.

 

 

Aoroi

En la primera parte, dedicada a los muertos sin hora, me llamó la atención el primer caso por familiaridad respecto a una experiencia personal. Es habitual que en ciertos lugares ocurran fenómenos paranormales porque se construyeron sobre cementerios o necrópolis romanas, como es este caso y el paralelismo con esta experiencia. Como vemos en el libro, para que una leyenda surja (más bien resurja) hay que dar testimonio que empiezan por esa puerta que se abre o a la aparición de un niño que viste una túnica de época de romana; después llegan las catas arqueológicas y descubren los restos óseos dentro de sarcófagos. Mientras leía esta parte, me sentí identificado porque, sabiendo de la existencia de una necrópolis romana y un cementerio árabe a pocos metros hacia el norte bajo los antiguos terrenos de Renfe en Córdoba, tuve una serie de sueños (o pesadillas, según se mire) en torno a la antigua estación. En uno de ellos, entraba al edificio, bajaba unas escaleras y en el sótano estaban las tumbas abiertas con los restos semienterrados. Una voz de alguien de aquella época romana, según lo sentí, me dijo: «Ayúdanos, los demonios nos atrapan». Como decía, mientras leía esta parte, viendo en el libro que un caso comienza por el aviso de un testimonio o la aparición de un artículo en prensa, pensaba: «tengo que contárselo a Javier Pérez Campos».

Otra familiaridad la encontré en el Parador de Mérida. Recuerdo el reportaje en Cuarto Milenio; pero más espeluznante es leerlo en este libro. Tendré para siempre grabado en la retina es el hijo de Daniel y Helen, el director y su mujer, viendo salir del baño a ese niño fantasmal que se aproximaba a su cama para mojarle los pies. Y el paralelismo es por el de mi ciudad, pues al igual que el de Mérida, se construyó sobre los terrenos de lo que fuera un convento. En el caso de Córdoba, fue el de San Francisco de la Arruzafa y, no hay que decir que hay empleados que también bajan con recelo al sótano —más a ciertas horas de la noche— o entre todas las habitaciones hay una en especial. En el libro también se hace referencia a El Resplandor de Stephen King, a la mítica escena en la que Daniel Torrance corre con su triciclo y entra en esa habitación prohibida: la 217.

Ocurrió algo curioso (esas casualidades) tras el programa de Cuarto Milenio en el que se emitió el reportaje del Parador de Mérida, y fue que las reservas se dispararon. También se menciona en el libro que hay cierto turismo del misterio; hay gente que espera presenciar fenómenos paranormales en la habitación en la que se aloja. De hecho, en el blog de la web de Paradores encontramos un artículo en el que presentan sus fantasmas como un atractivo más. Os digo que, si tuviera dineros, ya me gustaría dormir en una de esas habitaciones malditas.  

 

Imbunche

El Parador de Mérida cierra la primera parte de las cinco en las que se divide la obra; cada una dedicada a los tipos de niños (muertos o vivos) que se clasifican según peculiaridades. Dentro de los imbunche tenemos a los zouhris del folclore árabe: niños a los que se les atribuían poderes o cualquier otra propiedad mágica. De esta leyenda nacen figuras como el hombre del saco, el sacamantecas o sacaúntos para los gallegos. Como decía, el autor no cuenta, sino que muestra, y en esta ocasión toma el caso de Lola Daviet, una niña parisina de doce años que salió del colegio, pero nunca llegó a casa. No os desvelaré lo que ocurrió, sino que os animo a leerlo en el libro. Todo humano que tenemos una pizca de sensibilidad, nos estremecemos ante casos como el de Lola.

El siguiente caso, de similar naturaleza, también me estremeció. No diré nada más que la aparición de tres esqueletos de niños que aparecieron en Minas del Horcajo (Ciudad Real), y limítrofe con mi provincia. Una vez más, el alma pura de un niño fue ofrecida en sacrificio al innombrable; como en aquellos aquelarres de Zugarramurdi que bien inmortalizó Goya. Una vez más, niños fueron asesinados por manos (o más bien mentes) perturbadas. Más que en el propio Diablo y sus demonios, ahí está el verdadero misterio.

 

Immaturi

Empezaba esta reseña con el significado de aquellos que dan nombre al título de esta obra. Como en las partes anteriores, ameritan la suya. Y de aquí me sobrecogió el caso de Antonia Valverde. Aquí vemos que el terror no siempre se da en un cementerio nebuloso bajo la luna llena (como en el caso anterior a este en el parvulario del cementerio de La Almudena), en un monasterio, en un castillo o en un abandono. Un cotidiano y simple supermercado. Hay un lema entre los apasionados al mundo del misterio, más en los expertos en lo paranormal, que dice: «Hay que temerles más a los vivos que a los muertos». Y esto enlaza con el respeto y el sentimiento siempre presente en el autor. No leí esta historia como una de terror; no me erizó el vello por la aparición del fantasma, porque los artículos salieran despedidos de los lineales y la puerta de la cámara frigorífica, aun cerrada bajo llave, se abriera sola y en plena madrugada. Me hizo sentir un escalofrío y mucha pena la historia de Antonia Valverde y sus dos compañeras: Candela Sudón y Ascensión Gijón. Salían del colegio de Las Josefinas en Mérida. La particularidad, estaba en la fecha: 23 de diciembre de 1936 (vaya fecha). Permitidme una de esas frases que a cualquier ser humano le marcan, y más cuando lo relata una niña; una inocente: «A las 12:30 la explosión de una de las bombas mató a mis tres mejores amigas».

Pero también en la adversidad, incluso en situaciones límites como en una guerra, también reluce lo mejor del ser humano. Andrés Valverde era médico y la noticia de la masacre en la que su hija fue una de las víctimas, le sobrevino en una operación. Una vez más refuerzo en el autor el muestra, no cuentes; lo que hace que empatices hasta el punto de sentir el dolor de ese padre; un dolor que supo ahogar, como veréis con este fragmento del libro, aunque aquí os muestro los diálogo en estilo directo:

«Preguntó si realmente estaba muerta. Se lo confirmaron y dijo a sus ayudantes:

—¿Cuántos enfermos quedan por operar?

—Veinticinco —contestó uno de ellos.

—Pues sigamos. Llevad a mi hija a casa, acostarla en su camita y ahora iré a darle el último beso”.

Sin palabras, ¿verdad? Esa entereza, ese sentido de la profesionalidad cuando otro padre se habría derrumbado, le valió ser reconocido como un héroe.

Se tiene la idea, principalmente de aquellos más escépticos, de que las investigaciones paranormales se realizan para encontrar evidencias de la existencia de vida más allá de la muerte; o en otros planetas, en el caso de la ufología. En los casos que aquí y en otros muchos documentos sobre investigaciones vemos que se procede por otros motivos más cotidianos que jugar con fantasmas. En este caso, como en la mayoría, contaron con el sensitivo Aldo Linares. Nunca le anticipan detalle alguno, ni siquiera si han llegado al lugar a investigar. Pero no hace falta. Aldo supo que ese supermercado era el sitio y, al momento, describió a Antonio Valverde. ¿Pero qué quiero decir con esto? Aldo, una vez más, aportó detalles difíciles de localizar entre el vasto legado histórico; el documental en los archivos, por ejemplo. A veces ni siquiera quedó constatado. La sorpresa se la llevan cuando contrastan la información dada por los espíritus, con sensitivos como Aldo como mediador, y comprueban es veraz. Así ocurrió una vez más con Antonia Valverde y su muerte en el llamado «Guernica extremeño».

 

No quisiera extenderme mucho más. De hecho, me saltaré El Principito que, además, el propio autor explicó este último capítulo que pone broche de oro a una gran obra. No obstante, si os interesa, os dejo el enlace a la mega reseña (como esta) que le dediqué apenas me lo leí. Pero el auténtico broche es el epílogo y reflexión final que titulo Todo es ahora. Nos duele la muerte de todo semejante, pero más la de un niño. Siempre decimos de «tenía una vida por delante». Es incomprensible por antinatural. Los que somos fans de El Señor de los Anillos, se nos viene a la mente esa imagen de Theoden frente al túmulo de su hijo, pronunciado ese mítico: «Ningún padre debería enterrar a sus hijos». El actor, Bernard Hill, quiso incluirla en el guion porque le marcó cuando la escuchó de una madre que acababa de perder a su hija en un atentado en Irlanda del Norte. Como dijo el propio actor para justificar su inclusión en el guion: «Tengo que compartir esto con la gente». 


 

Y para ir cerrando me guardo lo que me hizo pensar mientras leía las últimas páginas de Immaturi: Los inocentes. Precisamente comienza con una de esas casualidades y, casualmente, ocurrió con Cuarto Milenio y aquí tenéis el reportaje en cuestión. Tenía la antena fastidiada, me perdí algunos domingos por la noche el programa. En una ocasión, la antena dio señal y trataban en la mesa de análisis el caso de la quema del Libro de los Espíritus de Allan Kardec, como uno de los últimos actos de la Inquisición. Y a mí que me fascina este mundo, supe de este libro y quise comprarlo. Y he aquí la casualidad que terminó el espacio dedicado a Kardec y se fue la señal. Parece que dio justo para que conociera este libro y lo leyera. Poco después también me encantó El evangelio según el espiritismo. La obra de Kardec, hasta ahora leída, me marcó como a Iker lo hicieron los libros de Comunion y El gran libros de los ovnis.

Pues bien, más allá de las mesas giratorias y la mediumnidad, los espíritus dan repuestas a preguntas y entre ellas se encuentra las relacionadas con los niños. En Immaturi se dice que a los ángeles se les representa como a niños, y es porque se cree que la magnificencia de un ángel solo puede radicar en la inocencia de un niño. Decía que me saltaba El Principito, pero precisamente a esto se refiere y ese es el mensaje que trasmite dicha novela de Antoine de Saint-Exupéry: si quieres elevarte, debes mantener la inocencia de un niño. 

No podía faltar esta simbólica foto.

 

Los adultos nos complicamos la vida hasta extremos absurdos; por eso vale mucho más la inocencia de, valga la redundancia, los inocentes. ¿Y por qué un niño muere incluso apenas nace o a los pocos años de vida? Según los espíritus mediante la corriente espirita porque representan una prueba para sus padres; por doloroso que nos parezca y por mucho que nos cueste entenderlo —siempre desde el punto de vista de los espíritus, claro—, porque es mediante el sufrimiento de esas pruebas como purificamos nuestras almas hasta lograr una pureza, una elevación, similar a la de los niños. ¿Entendemos ahora la entereza el médico Andrés Valverde y porqué fue admirado? Pero hay otra respuestas más. Según el espiritismo, venimos a la vida a aprender mediante pruebas más dolosas o menos en función de la purificación de nuestra alma. Pero no os abrumaré con detalles. El espiritismo compara la vida con la cárcel. Pero ojo, en amar nuestra existencia, con sus más y sus menos, está el mérito. Los niños se van a deshora porque su alma ya es tan pura que no tienen por qué permanecer mucho tiempo en nuestro mundo, que es de expiación y, como decía, el motivo puede ser una prueba para los demás. Hasta aquí lo importante respectos a los niños. Necesitaría varias vidas para hablar de todo lo que nos enseña el espiritismo. Dicho sea de paso, leed los libros y espero que no os estalle la cabeza después, como me ocurrió a mí.

Coincido con Javier en su final, y creo que todos, al fin y al cabo. Nos atrae la cultura en torno a la muerte, a los que vienen de ese Más Allá, lloramos, e incluso honramos, la pérdida de aquellos que, a deshora o no, para nosotros nunca debieron marcharse. Está bien mirar hacia la muerte, hacia el horizonte, pero no olvidemos que merece nuestra atención el ahora. Estemos menos a gusto o más con nuestras vidas, el mérito es apreciarla; en especial, si se asemeja a esa cárcel que nos habla el espiritismo. Da igual lo que tengamos mañana, lo importante es lo que tenemos ahora. Haz lo que tengas que hacer y procura seguir el camino recto. Si en un momento dado, o siempre, te sientes infantil (que yo veo a veces dibujos animados), no te preocupes; eso es lo sano; es porque tu alma es pura. Según el espiritismo, en esa balanza de la justicia divina, pensarán lo bueno y lo malo; pero también daremos cuenta de lo que no hemos hecho.

Gracias por leerme.

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